martes, 19 de mayo de 2009

DAÑOS DE LA MEDICINA DE MERCADO





La Argentina adoptó un modelo desventajoso e inequitativo para atender la salud de su población. En él la cobertura parece estar regida sólo por la condición económica o laboral del paciente o por la presión política que hacen los distintos lobbys.


Por: Aldo Neri
MEDICO
EX MINISTRO DE SALUD DE LA NACION



El 6 de mayo, en esta misma sección, se publicó un excelente artículo del doctor Carlos Gherardi en el que describe la progresiva judicialización de los actos médicos en nuestro medio y sus consecuencias negativas sobre el binomio medico-paciente. En definitiva, cómo la amenaza del juicio no sólo afecta la tranquilidad del profesional, sino también altera las conductas más convenientes para el paciente.
Quisiera aquí aportar algunas ideas complementarias respecto a un asunto tan gravitante sobre la verdadera utilidad social de un sistema vital, complejo y costoso como es el de salud.
Las instituciones sociales funcionan en parte respondiendo a las necesidades colectivas que explican su existencia, y en parte a los incentivos que condicionan el comportamiento de sus actores principales, incluida la población a la que sirven. Incentivos que pueden ser morales, económicos, emocionales conscientes o inconscientes, o incluso fantasías cuasi mágicas. En el campo de la salud, poco o mucho, se combinan todos.
Las modalidades de organización de los servicios médico-asistenciales son un fuerte determinante del perfil de incentivos vigente. En el caso argentino vale destacar algunos atributos para caracterizarlas: gran fragmentación institucional, pareja dispersión de marcos normativos tanto científicos como administrativos, premio económico y de prestigio a la superespecialización, abuso en la utilización de tecnologías complejas para sectores usuarios con buena financiación, extrema liberalidad en el mercado de fármacos, con expansión de los de venta sin receta bajo fuerte presión publicitaria, acompañado por desprecio a la exigencia de receta en los otros casos, elevado componente del gasto directo del bolsillo de las personas, mayor en los más pobres en proporción a su ingreso. y habría muchos más atributos para consignar.Esto se llama medicina de mercado, con la población dividida en bolsones de acceso y calidad de servicios en buena parte relativizada por su condición económica, laboral, o su capacidad de presión política.
Modelo importado por nosotros desde los Estados Unidos, en la reiteración de imitar las malas cosas y no las buenas de los países exitosos. Un espejo nacional que gasta 15% del PBI en servicios asistenciales, tiene 45 millones de excluidos, e indicadores de salud bastante peores que otros países más pobres.
Pero hay todavía más distorsiones legales que promueve esta medicina de privación y despilfarro como es la de mercado, y que se suman al crecimiento de la desconfianza y el temor mutuo que legítimamente preocupan al doctor Gherardi: el fuerte lobby de sectores de interés sobre el Congreso para que las leyes obliguen al Estado, prepagos y obras sociales a garantizar determinadas prácticas de costo elevado no pocas veces aún inciertas en su eficacia e inocuidad; o brindar una cobertura especial a determinadas patologías poco difundidas, en tanto que estamos descuidando cotidianamente otras socialmente significativas que enferman y matan a muchos más conciudadanos.
Es un lento y duro aprendizaje para la sociedad y la profesión médica entender que más medicina y más anarquizada es un boomerang de injusticia; que un sistema ordenado debe precisar también lo que no va a hacer o cubrir, con fundamento humanístico y científico, y que hay que legislarlo para proteger a los pacientes y a los profesionales de una litigiosidad perversa; que en un sistema más unificado y fuera del mercado comercial existe mucha más capacitación y control interno interpares que disminuyen el riesgo de la eventual malapraxis; que más medicina no es sinónimo de mejor medicina, sino muchas veces lo contrario; que la medicina de mercado lleva a que cada sector social se encierre en su cubículo de protección carente del respaldo del interés común y solidario; que el ideal de un profesional de la salud o de un grupo de ellos no debe ser transformarse en una pyme exitosa, porque son roles y objetivos legítimos y socialmente necesarios pero diferentes.
En fin, lo que abruma es el silencio, o la superficialidad en la discusión de estos asuntos. Obsesionados por la coyuntura, sentimos que todo es como es e inevitable. El mayor desafío de la gran política en Argentina es construir, en este y en tantos otros campos, la convicción de que la voluntad racional de reforma en un pueblo es también un factor determinante de su destino.

viernes, 15 de mayo de 2009

VENTAJAS DEL PARLAMENTARISMO



Lunes 27, Abril 2009


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Distintas figuras políticas y jurídicas se manifiestan a favor de atenuar los problemas que causa el hiperpresidencialismo en las instituciones. Hay que evitar las trampas de final trágico cuando se pierde la mayoría en las elecciones legislativas.

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Por: Roberto Saba
Fuente: PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL.
DECANO FACULTAD DE DERECHO, UNIVERSIDAD DE PALERMO


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La muerte de Raúl Alfonsín nos motiva a muchos a revisitar la obra de su presidencia y, en particular, algunos de los proyectos que, a pesar de no haber prosperado, no han perdido actualidad. En este sentido, quiero detenerme en su iniciativa de intentar una reforma constitucional que aspiraba a darle mayor estabilidad al gobierno frente a la paradójica debilidad en que lo deja el hiperpresidencialismo establecido por la Constitución y alimentado por la práctica política. En 1984, le encargó el diseño de la propuesta a Carlos Nino. La idea era la de instaurar una nueva forma de gobierno semipresidencialista en Argentina, más cercana al modelo de los gobiernos parlamentarios europeos que al de la presidencia de los Estados Unidos, que parece funcionar más o menos bien sólo en ese país. El diagnóstico que motivaba la propuesta era que la combinación de un Presidente elegido por el voto popular y el establecimiento de un mandato de tiempo fijo (cuatro años desde la reforma de 1994) genera una trampa de trágico final cuando el mandatario pierde el apoyo de las mayorías que lo votaron y aun le queda mucho (o incluso poco) tiempo por delante en el cargo. Ello podría traducirse, incluso, en la pérdida de la mayoría en el Parlamento. El Presidente, imbuido del enorme poder formal que le confiere la Constitución, carecería en esa circunstancia adversa del necesario poder real para llevar adelante sus políticas. El desenlace probable es su renuncia.Ese final es una catástrofe de dimensión tsunámica tanto para el líder como para su grupo político, que puede hacerlos desaparecer de la escena política por años o décadas. Por eso, se comprende la desesperación por renovar la legitimidad perdida que lleva al líder a idear todo tipo de parches para un sistema demasiado rígido con el fin de poder seguir gobernando: cambios en el gabinete, adelantamiento de elecciones, campañas electorales dramáticas del tipo "yo o el fin del mundo" o esta nueva propuesta de las candidaturas "testimoniales". Alfonsín y de la Rúa padecieron situaciones de este tipo en 1989 y 2001, respectivamente. Un sistema más parlamentario, en cambio, intenta superar el grave problema de un Jefe del Ejecutivo que ocupa su puesto a raíz del voto de mayorías pasadas que ya se han desvanecido. El modelo se distingue por un aspecto central de su diseño: el Primer Ministro, cargo comparable al de nuestro Presidente, cuando observa que se pone en duda cuál es el real apoyo popular con el que cuenta, tiene a su alcance la poderosa y excepcional herramienta de disolver al Parlamento, es decir, hacer caducar los mandatos de todos los legisladores y convocar a elecciones legislativas con miras a ganar esas elecciones legislativas y así renovar una legitimidad que se supone perdida. Si vence, sigue adelante con renovadas fuerzas. Si pierde, la nueva mayoría parlamentaria vota su remoción y elige un nuevo Primer Ministro, que gobernará, ahora, con apoyo de las mayorías. Así, ese mandatario es siempre un líder que goza del apoyo popular y del acompañamiento de una mayoría legislativa en el Congreso, lo cual le permite gobernar. Esta especie de plebiscito es algo normal y hasta saludable en el contexto del parlamentarismo. El problema no es el "plebiscito", sino el retorcimiento artificial de las reglas de juego vigentes en el hiperpresidencialismo para que ello suceda, degrandando las instituciones y la Constitución. Siempre es bueno que el gobierno sea respaldado por la mayoría del pueblo, pero el presidencialismo no deja espacio para que pueblo y gobierno coincidan porque deja atrapado al Presidente en un mandato de tiempo fijo.Además de Alfonsín y de Nino, se han expresado a favor de esta propuesta de antídoto para curar nuestra debilidad institucional estructural, juristas y políticos que van desde el juez Raúl Zaffaroni al ex presidente Duhalde, pasando por Néstor Kirchner, que sostuvo en 2003 que "de las veintidós democracias estables existentes en el mundo, tomando como parámetro aquellas que han durado cincuenta años o más ininterrumpidamente, veinte son parlamentarias, y este dato algo nos tiene que decir. A primera vista parecería que el parlamentarismo presenta una mejor opción que el presidencialismo".Muchos ven el problema. Sin embargo, parece ser que el único que podría avanzar con la solución es un Presidente que aún conserve su poder intacto, quizá al inicio de su mandato, pero, paradójicamente, ese momento es en el que ese mandatario cuenta con los menores incentivos para reducir su propio poder. En este punto, quizá Alfonsín, cuando lanzó su propuesta en 1984, fue, también en esto, una excepción.